domingo, 11 de noviembre de 2007

El último rey de Tonga



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Los guardias reales estaban un tanto desgarbados y llevaban salacots. Miraban sus pies, de manera que sus rostros desaparecían bajo las alas de sus cascos. Un guardia barría la grava de un lado a otro con la bota, como si alguna explicación pudiera esconderse debajo.

—Lo siento –dijo–. Puede tardar un rato.

El Príncipe Heredero de Tonga había avisado temprano esa mañana que me concedería una audiencia. Ahora el Sol se alzaba en lo alto; todos sudábamos en la entrada real, carraspeábamos y hacíamos crujir la grava bajo nuestros pies.

La mansión del príncipe se levantaba sobre una alta colina que domina gran parte del reino. Es la última verdadera monarquía del Pacífico, y una de las últimas del mundo. Unas semanas antes durante el verano, el amado y vetusto rey había sido internado en un hospital de Nueva Zelanda. Ahora su menospreciado hijo, el príncipe, se preparaba para ascender al trono.

El príncipe Tupouto‘a podría vivir en el palacio real junto al mar, pero prefiere su creciente reducto en la colina. Los tonganos le dicen “la villa”. Es una construcción neoclásica, con columnas de mármol y una piscina donde a veces el príncipe se divierte con barcos de juguete. Ese día en especial, los guardias lavaban los autos del príncipe heredero: un lujoso Jaguar, un vehículo deportivo campo traviesa y un taxi negro londinense. Su Alteza Real había visto el taxi en Inglaterra, me explicó un guardia, y decidió enviar uno a Tonga. Nadie parecía saber por qué, así que prometí preguntar al príncipe.

Desde la villa descendía una gran avenida blanca, la cual pasaba junto a una fuente y un puesto de guardias. Ahí se unía al camino hacia la capital de Tonga, una ciudad calurosa y polvorienta llamada Nuku‘alofa, hogar de un tercio de los 100 000 habitantes del país. Al pie de la colina, en el camino a la ciudad, había una mujer sentada que hacía escobas de palma con la esperanza de intercambiarlas más tarde en esta economía basada principalmente en el trueque. Más hacia la ciudad, en un pequeño puesto de comida amarillo, se leía: “Demócratas, no hipócritas”. Aún más lejos, las tumbas reales se levantaban vastas y atemporales; ahí se preparaban los trabajadores para la inminente muerte del rey. En lontananza, más allá de la vista de la colina del príncipe, vivían ocupantes ilegales en el basurero de la isla, donde buscaban cualquier cosa que pudiera aprovecharse.

Entre los plebeyos tonganos se desarrolla un movimiento. Mientras occidente lucha por implantar la democracia en otros lugares del mundo, en Tonga esta brota del suelo. La distancia geográfica ya no implica aislamiento ideológico.

Así, el país se encuentra ahora en un momento decisivo: atorado entre el pasado y el futuro, la monarquía y la democracia, el aislamiento

y la globalización.

El guardia, apenado y con su salacot, se alejó trotando para regresar unos minutos después.

—Lo siento –dijo otra vez–. Su Alteza Real está dormido. Todos tienen miedo de despertarlo.

La realeza tongana merece un tanto de miedo. Desde hace casi 900 años, el largo linaje real utilizó la guerra y la diplomacia para extender la influencia de Tonga sobre otros vecinos insulares más pacíficos, incluidos Samoa y tal vez Fiji. Hasta la fecha, el único país del Pacífico que nunca ha sido gobernado por una potencia extranjera continúa siendo Tonga.

La historia del país se caracteriza por su relativo aislamiento: los tonganos están entre los pueblos étnicamente más homogéneos del planeta. Pero su cultura ha sido golpeada por oleadas de ultramar: exploradores, misioneros, estafadores y pretendientes al trono han dejado su huella por igual. El capitán James Cook llegó en la década de los setenta del siglo xviii e, impresionado por la hospitalidad de los lugareños (y sin darse cuenta de sus intenciones de matarlo), llamó al lugar “Islas Amistosas”, mote que conserva. Tonga tiene un nivel de alfabetización de 99 por ciento y se jacta de poseer más doctorados per cápita que otras naciones de la región. Sin embargo, la fuente de ingresos más importante del país es el dinero que envían a casa los tonganos que residen en el extranjero. Tonga tiene un parlamento de 32 curules, pero sólo nueve miembros son electos por el pueblo. Los demás son elegidos por el rey y los nobles, y todas las decisiones están sujetas a aprobación real.

El rey durante mi visita, Tupou IV, disfrutó del respeto de su pueblo durante decenios. Incluso se veía majestuoso a la distancia: 1.88 metros de altura y 210 kilogramos de peso. Cuando era más joven, practicaba surf y buceaba, y los isleños lo adoraban. Pero en años recientes, al menguar la salud del rey y dispersarse su atención, la familia real se inventó una serie de medidas que sólo pueden calificarse como locuras.

El rey, por ejemplo, invirtió millones de dólares en la conversión de agua marina en gas natural. Su hijo mayor, el príncipe heredero, propuso convertir las islas en un tiradero de desperdicios nucleares. La monarquía inició una costosa búsqueda de petróleo, a pesar de que la evidencia geológica era pobre. La lista continúa.

Pero el plan que en verdad enojó a los súbditos del reino sucedió en la década de los ochenta, cuando al rey se le ocurrió la idea de vender pasaportes tonganos. Los ciudadanos menos deseables del mundo –y a veces los “más buscados”– aprovecharon la oportunidad. Imelda Marcos, por ejemplo, se volvió tongana. La venta reportó al final 25 millones de dólares, antes de que las protestas terminaran con ella. Pero ahí fue donde el negocio dio el giro más extraño: el rey entregó el dinero a Jesse Bogdonoff, un estafador estadounidense cuyos negocios anteriores incluían la venta de pulseras magnéticas. El rey lo nombró bufón oficial de la corte, único en el mundo. Se convirtió por decreto real en “Rey de los Bufones y Bufón del Rey, para cumplir con su deber real de compartir jocosa sabiduría y felicidad como embajador especial de buena voluntad en el mundo”.

Su primer gesto como bufón fue un acto de desaparición: invirtió el dinero del reino en un negocio de seguros y lo perdió todo. Después, se esfumó. El pueblo tongano, que no encontró esto nada divertido, comenzó a cuestionar el papel de la familia real. La monarquía parecía estar cada vez más fuera de alcance. El príncipe heredero, por ejemplo, se había educado principalmente en el extranjero, asistiendo a Sandhurst y Oxford. Usaba trajes de tweed de corte impecable y, a veces, monóculo. Hablaba con puntilloso acento inglés y le gustaba coleccionar soldados de juguete. En 1998 abandonó un puesto en el gabinete para procurar sus intereses económicos: pronto era dueño de la cervecería, la compañía eléctrica, una empresa de telecomunicaciones, una aerolínea y más. Su pueblo no creía lo que veía, pero al príncipe parecía no importarle. Declaró a los periódicos que sin la orientación real, los tonganos “orinarían en los elevadores”. Desdeñó las actividades económicas de los tonganos, como “el tejido de canastas, o lo que sea que haga esta gente”. Los tonganos se preguntaban cada vez más si el príncipe los odiaría o, con mayor razón, si ellos odiarían al príncipe.

En la década de los ochenta, un joven de nombre ‘Akilisi Pohiva se erigió como la voz de la inconformidad. Habló en público y enfiló contra la monarquía. Otros tonganos se rieron de él porque pensaba distinto a ellos e incluso porque se veía diferente: entre gente redonda de facciones redondas, Pohiva parecía halcón, con ojos que flanqueaban una nariz afilada. Fue encarcelado dos veces por hablar en contra del gobierno.

Pero tras años de pifias reales, el llamado de Pohiva a la reforma política lentamente cobró fuerza y culminó en franco descontento en 2005. Comenzó con una huelga de empleados gubernamentales, quienes deseaban aumentos; sin embargo, la protesta se convirtió en una abierta exigencia de democracia. Los manifestantes lanzaron bombas incendiarias contra una residencia real, volcaron autos, marcharon por las calles y –de modo impensable en la cultura tongana– amenazaron con un derramamiento de sangre.

Tras mi primer intento de encontrarme con el príncipe heredero, su secretario me dijo que podría tardar en recibirme. Entonces, mientras esperaba, me dispuse a conocer el reino.

En el aeropuerto, a las afueras de la capital, una lánguida empleada registraba las maletas de los vuelos interinsulares de Peau Vava‘u, la aerolínea del príncipe heredero.

—Por favor, coloque su equipaje en la báscula –dijo, anotando el peso con un lápiz.

En esta época de explosivos plásticos y perros de detección, me causó un extraño alivio que, en alguna parte del mundo, alguna aerolínea todavía dependiera de cálculos manuales.

—Y ahora usted.

—¿Cómo?

—Por favor, suba a la báscula.

Según me explicó, el avión del príncipe “no era nuevo”, por lo que resultaba esencial que sumara el peso total, desde el equipaje hasta los pasajeros, pasando por los cerdos. Ya en la pista, vi cuán “no era nuevo” el avión del príncipe: ahí estaba un refulgente Douglas DC-3, desecho de la Segunda Guerra Mundial. Dwight Eisenhower voló en uno cuando apenas era general y, en últimos años, resulta poco común ver alguno fuera de los museos, y ya no digamos en servicio comercial cotidiano. Pero al príncipe le encantan.

Desde las alturas, Tonga se veía como motas verdes sobre un fondo azul. Sus islas son diminutas y lejanas: 800 kilómetros de un extremo a otro, y casi todo es agua. Las islas se dividen en tres grupos principales –Vava‘u, Ha‘apai y Tongatapu– cada uno tan diferente que, para el visitante, carecen de cualquier vínculo comprensible. Viajar entre ellas constituye menos un viaje geográfico que uno cronológico; cada grupo insular parece existir en un momento diferente de la historia del país.

Mi primer destino era el Grupo Vava‘u: la Tonga del futuro.

Sí, sí, dijo el capitán del barco. Tenemos un par de tiburones frente a la proa, pero son “pequeños”, lo cual hubiese sido mucho más tranquilizador si no acabáramos de lanzar a varios turistas por la popa.

Los tiburones desaparecieron en las profundidades, y el capitán, un neozelandés llamado Allan Bowe, sonrió.

—Van a estar bien –dijo riendo.

Bowe es una extraña especie de cazador de ballenas. Su barba larga y cana ondeaba al viento, y la luz del sol se perdía en las arrugas alrededor de sus ojos.

Las ballenas jorobadas migran al norte todos los años desde las frías aguas del Antártico y pasan cinco meses entre las islas. Bowe vio una oportunidad. Durante un viaje en lancha a

Vava‘u hace 15 años, se lanzó a las aguas para chapotear con las ballenas. “Primero me dio muchísimo miedo”, comentó, pero las jorobadas sólo lo olfatearon como enormes sabuesos submarinos. En un instante, Bowe concibió una nueva industria: nadar con las ballenas.

Vava‘u atrae a soñadores y a marinos de todo el mundo; los turistas anclan sus yates en el Port of Refuge. Los yates llegan fácilmente de Nueva Zelanda o Hawai, pero, para zarpar, deben dirigirse lejos, hacia el este o el oeste, para encontrarse con los vientos alisios que los lleven de regreso. Así pues, en muchos casos simplemente no se van.

Tras su epifanía sobre la natación con ballenas, Allan Bowe compró una lancha, la acondicionó para el negocio y encendió el debate entre conservacionistas y aventureros. Los científicos no se ponen de acuerdo sobre el impacto de la natación con ballenas. Algunos dicen que las perturba a ellas y a su medio; otros sostienen que cualquier cosa que dirija la atención sobre ellas ayuda a salvarlas de la cacería.

En la lancha de Bowe, grupo tras grupo de turistas se lanzaba al agua y sobrevivía a pesar de los tiburones. Una y otra vez subían a la lancha con relatos sobre experiencias místicas. Entonces, me enfundé un par de aletas y salté por la popa. Pataleamos hacia un par de jorobadas, madre e hijo, y casi inmediatamente se alejaron. Desaparecieron con un poderoso movimiento.

Ahí presenciamos la gloria, la belleza y el arrobo, pero también, intensamente, intuí algo más. Me sentí como alguien que camina en una playa vacía, se topa con una pareja recostada sobre una toalla y de pronto decide acomodarse entre ellos.

Las ballenas parecían, más que nada, molestas.

El antiguo avión del príncipe cascabeleó hasta la pequeña Lifuka, la isla principal del Grupo Ha‘apai, y se estacionó en el aeropuerto de sólo una sala. Tan pronto como el piloto apagó los motores, un silencio profundo saturó la isla. Tras el ajetreo turístico de Vava‘u, Ha‘apai se percibía como un rincón de otra época: la Tonga del pasado.

Un auto solitario se encontraba fuera del aeropuerto, con un hombre descalzo de pie junto a él, sonriendo. “¿Coche?”. La isla mide sólo 10 kilómetros cuadrados, y el chofer la cruzó a una velocidad un poco mayor a la de una caminata. En Ha‘apai, los autos apenas superan en número a los equinos. El grupo insular es plano, prístino y tranquilo. La gente vive con sencillez; pesca y siembra la tierra. Se preocupan poco por la política y tienen contacto limitado con el turismo. Muchos viven en Lifuka y crían a sus animales en una isla cercana, Uoleva. Durante la marea baja, pueden cruzar a caballo.

Un día conocí a un joven de nombre Roni, quien me ofreció ir con él a alimentar a los cerdos en Uoleva. Montamos sin silla con bridas de soga elaboradas a mano. Emergimos en la playa de Uoleva, y los caballos surgieron del agua, por lo que nos sentimos como los conquistadores de un minúsculo y lejano mundo nuevo.

En la parcela donde tiene sus cerdos, Roni subió a una palmera y tiró algunos cocos, los cuales partimos para beber. Llenó un bebedero para los animales y esparció algo de comida.

Los problemas de Tongatapu, la isla principal del reino –la Tonga del presente– parecían estar a siglos de distancia.

Tras el ocaso, el poblado de Houma, como cualquier otro de Tongatapu, se sume en la oscuridad absoluta. En esta noche, en particular, decenas de pobladores surgieron de la negrura hacia una sala de juntas con techo de lámina para urdir una democracia.

La sala estaba iluminada con sólo unas cuantas bombillas fluorescentes. Había murales en la pared. Las mujeres estaban sentadas en sillas plegables de metal con las manos sobre sus regazos. Los hombres, sentados formando un óvalo en el suelo, alrededor de una gran olla de madera de 1.80 metros llena de kava. Se trata de una bebida ligeramente narcótica, preparada con raíces locales y servida en cáscaras de coco partidas a la mitad. La kava tiende a desacelerar el tiempo para quien la bebe, por lo que estas sesiones con frecuencia duran toda la noche.

Los hombres de la reunión por la democracia me invitaron a sentarme y a beber. Todos se reían y contaban chistes sobre el príncipe heredero y sus riquezas, y bebíamos kava. Alguien se quejó de los impuestos, y bebíamos kava. Luego, lentamente, las miradas de los hombres del óvalo parecieron suavizarse: sus sonrisas permanecían largo tiempo después de cada chiste. Alguien rebautizó al Príncipe Tupouto‘a como el Príncipe Tipejo.

‘Akilisi Pohiva irrumpió en la sala e inmediatamente se distinguió de sus narcotizados compatriotas. El tiempo no ha suavizado los ángulos de su rostro de halcón, o su retórica. Ya nadie se ríe de él; es uno de los pocos miembros del parlamento elegidos por el pueblo, y el que tiene más tiempo en servicio. Mientras los hombres y mujeres se reunían a su alrededor, él hablaba:

—El año pasado me acusaron de sedición –dijo al grupo.

La pena por expresarse, según dijo:

—Es indicativa de la presión. Nos están presionando.

Pohiva creció en una pequeña isla del Grupo Ha‘apai. Sus padres murieron cuando era niño, por lo que sus hermanos lo criaron. Nunca antes hubo escuela para niños en Ha‘apai, por lo que el joven Pohiva fue uno de los 25 estudiantes fundadores de la primera escuela. Como fue buen alumno, asistió luego a la Universidad del Pacífico del Sur, en Fiji. Me dijo que ahí había empezado a cuestionar a la familia real tongana y a aprender sobre la democracia.

—En la universidad –me dijo otro día–, tuve acceso a las alternativas: historia de otros países, democracia, comunismo, socialismo. Eso me ayudó mucho a incrementar mi conocimiento.

Tras horas de discursos por parte de otros de los presentes, las ideas empañadas por la kava habían recobrado claridad. Uno de los organizadores de la democracia colocó un documento sobre una mesa al frente de la sala. Era una petición para restar poder a la familia real otorgando al pueblo más escaños en el parlamento. Los organizadores no querían destruir a la familia real sino hacerla a un lado, de acuerdo con el modelo británico.

Uno a uno se acercaron al escritorio, levantaron el bolígrafo y firmaron. Y así, en ese ambiente extraño, saturado de kava y entre viejos cánticos, los tonganos moldeaban la democracia a su propia imagen.

El príncipe heredero, tras varias semanas, me concedió la audiencia.

El guardia, a la entrada de la propiedad, me indicó la ruta con la mano, y yo subí la colina hacia la villa. Esperé en el jardín mientras Su Alteza Real terminaba una reunión con la embajadora de los Países Bajos; el rey de Tonga estaba enfermo en Nueva Zelanda y moriría en unas pocas semanas, por lo que el príncipe heredero servía como gobernante interino. Decenas de guardias esperaban bajo el Sol con una variedad de instrumentos de aliento. Cuando la embajadora salió, se pusieron en firmes y tocaron una marcha hasta que subió a su auto y este se alejó.

El secretario personal del príncipe heredero me llevó a la puerta principal de la villa. Ésta se abrió hacia una galería que separaba las dos alas de la casa. El día era caluroso, pero la villa se encontraba en la cima de una colina y soplaba una brisa fresca. El ruido de los zapatos del secretario reverberaba en los pisos y las columnas de mármol. Las paredes estaban desnudas en su mayoría, pero pintadas en estilo trampantojo para transmitir un efecto de profundidad.

El secretario me dejó solo en una sala que parecía pertenecer a tres o cuatro personas diferentes. La repisa de la chimenea estaba adornada con antiguos iconos religiosos, una colección de arte japonés llenaba una esquina, y en otras partes se exhibía arte abstracto. Había un piano en otro rincón; el príncipe toca jazz y alguna vez formó un grupo en Inglaterra. Los tomacorrientes eran todos de tipo estadounidense, en lugar de los que se usan en Tonga, porque el príncipe prefiere los enseres hechos en Estados Unidos.

Minutos después el príncipe entró a la sala.

—Hola –dijo, con un acento británico tan espeso como el pudín de ciruela.

Extendió la mano; su palma, de tan suave, se sentía húmeda. Se sentó en una otomana, desabotonándose el saco de un traje de lana de tres piezas. Apareció una mujer que cruzó la sala con lo que, a primera vista, parecía ser una bandeja de plata vacía; no obstante, cuando se inclinó hacia el príncipe, él tomó un cigarrillo.

Conversamos un rato sobre su preparación y sus estudios en Inglaterra. Le pregunté sobre el taxi importado de Londres, y su deseo por él.

—Utilidad práctica, realmente –contestó–. Es más fácil subir y bajar de un taxi londinense cuando se carga una espada.

También es práctico porque el taxi tiene cortinas en las ventanas, las cuales el príncipe cierra cuando viaja por su país, de manera que su pueblo no lo vea, ni él a su pueblo. Le pregunté si las cosas cambiarían una vez que subiera al trono.

—Creo que lo más probable es que sigamos haciendo las cosas como hasta ahora ya, que hemos tenido mucho éxito –contestó el futuro rey.

Unos días antes yo había visitado la escuela para niños discapacitados de Tonga, a la cual Australia donó unas computadoras y el pueblo japonés un vehículo. Parece injusto, le dije señalando con la mano el arte japonés y el paisaje al fondo, que la realeza y los nobles posean lo que constituye una opulencia y una riqueza relativas, mientras otras personas menos afortunadas dependen de la asistencia extranjera. ¿Es esta una crítica injusta?

Me desdeñó con un movimiento de la mano, señalando que, pese a la reputación de riqueza y poder de Estados Unidos, también tenía pobreza en ciudades del interior y áreas rurales.

—Lubbock, Texas –comentó– y lugares así.

Levantó la mano lentamente y dio una larga fumada a un cigarrillo nuevo.

—La asistencia extranjera es asistencia extranjera –dijo–. Entonces, la manera de aceptar la generosidad de otros no es asunto de ellos, sino de uno.

Reflexioné en esta aseveración un rato y luego decidí que me había despachado de forma majestuosa. La audiencia no duró mucho más. Al final le agradecí al príncipe por su tiempo y por…

—Adiós –dijo.

La brusca interrupción contrastaba tanto con la cálida sonrisa de su rostro que por unos momentos no me di cuenta de que me estaba despidiendo. El príncipe me dio la espalda y se alejó, dejándome solo.

Caminé de regreso a la luz del sol, donde el chofer del príncipe, Harry Moala, lavaba los vehículos reales. Me vio, sonrió y me preguntó si necesitaba un aventón de regreso a la ciudad.

—Desde luego.

—¿Qué tal en el Jaguar? –me preguntó.

Bajamos velozmente por el sendero real y luego íbamos como alma que lleva el diablo por los caminos vecinales de Nuku‘alofa. Dos meses más tarde, en noviembre de 2006, la mayor parte de la ciudad ardería durante una segunda oleada de disturbios políticos. Un humo negro y espeso flotaría sobre la urbe mientras la multitud volcaba autos, incendiaba oficinas y apedreaba edificios gubernamentales en demanda de una representación más democrática. Ocho personas murieron, arrestaron a cientos, y acusaron de sedición a cinco líderes democráticos, ‘Akilisi Pohiva entre ellos.

Por ahora, sin embargo, Moala esquivaba autos m

ás lentos y reflexionaba sobre Su Alteza Real.

—No lo veo en toda la semana. Nada más se queda en su cuarto. Manda que le lleven la comida, hasta por una semana –comentó–. Su Alteza se queda solo en su habitación. Tal vez le gusta la soledad. Pero ocupado con la computadora. Está inmerso en la máquina todo el día y toda la noche.

Yo sabía exactamente lo que quería decir: el nuevo rey se queda dormido, y todos tienen miedo de despertarlo.

Fuente. TheScientificCartoonist


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